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La Página de Bedri
Relatos prohibidos
Desconocido del bar
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Querido Bedri:

Hace ya algún tiempo, en uno de mis habituales viajes por motivos de trabajo, visité una pequeña ciudad que por aquel entonces me resultaba desconocida. Me alojé en un impersonal hotel, de esos para personas que como yo, nos vemos obligadas a pasar fuera de nuestro hogar días entre semana. Todos los clientes éramos auténticas aves de paso, entrar ya anochecido, cenar rápido si es que se cena y al día siguiente proseguir tareas y viaje. Yo pasaría un par de noches mientras atendía los asuntos que me habían llevado allí. Pero ya sabes de mi aversión a estos lugares que considero almacenes de soledad. Otra cosa es que recurra a sus habitaciones más que nada por el uso de la cama y de la ducha que por otra razón.

El hecho es que aunque vivo sola, las habitaciones de hotel, y los hoteles en general, me resultan frías, despersonalizadas y desangeladas, sirven poco más que para un polvo rápido. Así que teniendo que repasar algunos documentos y no apeteciéndome hacerlo en el reducido espacio de la habitación, bajé a la cafetería para al menos poder hacerlo en la presencia de alguna persona por desconocida que fuera. Pero no todo puede salir bien y en el momento de mi llegada, un no especialmente numeroso grupos de comerciales del sector del calzado, pero si especialmente ruidoso, se amontonaba junto a la barra ocupando con sus muestrarios las mesas más próximas. No era el ambiente que yo esperaba encontrar así que me dirigí a la recepción, donde una muy agradable mujer me sonreía desde el otro lado de la barra.

―Buenas noches, ¿Podría usted indicarme dónde puedo encontrar un bar o cafetería próximo al hotel de ambiente tranquilo?

―Aquí al lado hay uno, muy tranquilo, donde nadie la molestará. Salga hacia la izquierda, hasta la primera calle por esa mano, baje por ella y el primer bar que encuentre. A escasos diez metros de la esquina, después de la farmacia.

Le di las gracias y salí del hotel en la dirección indicada. El bar en cuestión es una cervecería de esas de las de verdad, donde los clientes son aficionados y entendidos en cerveza. Entré en un local decorado de una particular forma, no es exactamente británico pero tiene un aire. Poca luz, pocos clientes y la música agradable, al menos el volumen permitía conversar en buen tono de voz. Es un local alargado, con unos escalones en la parte media, la barra a la izquierda y mesas a la derecha y al fondo hacia donde me dirigí. Mi entrada resultó desapercibida para la parejita de la primera mesa y los jóvenes de la izquierda, en la curva de la barra. No sucedió lo mismo con el barman y otro cliente que charlaban situados en la parte más alejada de la barra. Me acerqué y pregunté por el wifi, del que me dieron razón rápidamente. Con la misma rapidez, el barman me preguntó que iba a tomar. Y aquí dudé, solo veía botellas de cerveza y grifos de la misma bebida y de cerveza, no tenía ni idea. Así que pedí una conocida marca comercial. El cliente pareció contrariado ―eso no es cerveza ―dijo con un deje de fastidio y desilusión.

―No entiendo nada de cerveza ―respondí defendiéndome.

―Tampoco hay mucho que entender, solo si te gusta o no, lo demás es fácil ―y me hizo una serie rápida de preguntas con fáciles respuestas, luego decidió por mi, eligió una cerveza checa.

―No se si me gustará ―le dije dubitativa.

―Si no te gusta te invito yo, a las dos, a la que no te gusta y a la que te gusta ―me respondió con lo que pudiera parecer un deje de chulería

―¿Y si me gusta? ―tercié

―Pues si te gusta también invito yo, a esta y a las que quieras.

Tomé un sorbito, de esos que damos las mujeres para probar las cosas lo que motivó una simpática protesta por parte de mi desconocido interlocutor.

―No eres un pajarito, la cerveza se toma a tragos, es como mejor se aprecian todos los sabores y al llenar la boca todas las papilas gustativas entran en contacto con la cerveza notando mejor los matices de la malta y al tragar percibes mejor el suave amargor del lúpulo ―Y me dio ejemplo tomando un generoso trago del vaso que tenía frente a sí.

Entre risas, lo de pajarito nunca me lo habían llamado, di un buen trago de mi vaso y el resultado me sorprendió. Había participado en algunas catas de vino para aficionados acompañando a algún amigo, o amante, pero nunca supuse que llenar la boca con un generoso trago de cerveza me iba a proporcionar aquellas sensaciones. Resultó ser una cerveza suave, con un leve sabor dulce en la malta y un muy delicado amargor del lúpulo, me pareció adecuada la elección.

Abrí el portátil para repasar aquellos documentos y mi amable desconocido se giró dándome la espalda al tiempo que levantaba su vaso en un imaginario brindis. Mientras el ordenador arrancaba miré la cerveza, a mi desconocido, al portátil, y lo cerré, lo metí en su funda y me dirigí a la barra. Mi desconocido pareció sorprenderse ― Ya has acabado con el wifi ―dijo.

―No pero como me has dado la espalda ―dije con un punto de reto.

―Te ibas a conectar y no quería resultar molesto, al menos no más de lo que he podido ser ―dijo mirándome directamente a los ojos.

―No me has molestado, solo que me ha parecido chocante que me hayas invitado a cerveza y luego no hayas intentado ligar conmigo.

―Solo te he invitado a cerveza, solo pretendía ser amable.

―Y lo has sido, ahora déjame a mi serlo.

Contrariamente a lo que se podría pensar, ni hablamos de sexo, ni flirteamos, ni siquiera tratamos ningún tema que pudiera tener que ver con las relaciones personales. Hablamos de cerveza, de cocina, de comida, de vino, hasta de futbol. Hablamos de viajes, mi desconocido conoce mi ciudad y me recomendó algunos lugares que visitar en la suya.

Yo ya había acabado mi cerveza y me había apuntado a la que mi desconocido tomaba, y sigue tomando.

―Es cerveza británica, una bitter, amarga pero no tanto como su nombre pudiera hacer creer ―Dijo con aire cómicamente erudito levantado el índice y cruzando los ojos como un beodo. Ambos nos reímos.

No sé si fue la cerveza, o lo agradable de la velada que quise prolongarla, al salir del local le ofrecí a mi desconocido continuarla. Me miró con sus ojos azules, sonrió levemente, y casi con aire de fastidio dijo en voz baja pero suficiente para oírle con claridad ―Estoy casado, por eso no he pretendido flirtear contigo. A donde hemos llegado ha sido de la forma más inocente que podría ser, no he pretendido dar impresión de que me gustas.

―¿Entonces no quieres venirte conmigo? ―le respondí.

―Me gustaría pero sabes de mi situación y que tendré que irme pronto, antes de que las estrellas se acomoden en el cielo. Además, no tengo un lugar donde llevarte.

Si, lo dijo con esas mismas palabras. Y me encantó. En aquel momento, rota la relación con el último de los novios con los que conviví, había tenido muchas relaciones, todas muy breves, muchas polvos de sola una noche. Ventajas de los muchos viajes que de aquella realizaba. Pero no recordaba a nadie que me hubiera tratado con tanta consideración y respeto y que no hubiera pretendido follarme, solo mi marido había sido así. Y esa fue una de las causas del divorcio; demasiado respeto y escaso sexo. Y me lo dijo mirándome fijamente a los ojos. Y yo le respondí sin un solo pestañeo de los míos, como hipnotizada por aquello ojos azules, del mismo color que las aguamarinas.

―Me gustaría… ―pero no me dejó acabar, puso su dedo sobre mis labios impidiéndome continuar.

―Espera un segundo ―y entró precipitadamente en el bar de donde no tardó en salir para ofreciéndome el brazo pedirme, muy educadamente, que le acompañara ―¿Hermosa dama, quiere usted hacerme el grato favor de su compañía?

Fue un paseo agradable, puesto que continuamos la conversación del bar, yo me arrebujé contra su brazo buscando el calor humano que tan generosamente desprendía. Me sentía cómoda y confiada. Al llegar a un callejón, entre una iglesia neogótica y un centro comercial, me puso frente a él, me tomó por los hombros y con voz suave, tranquila, casi embriagadora me dijo ―Sabes que estoy casado, que esto será algo pasajero, que mañana será otro día. Sabes que si no quieres continuar regresaremos por donde hemos venido y te dejo en la puerta del hotel.

―Lo estoy pasando muy bien y quiero acabar la noche igual de bien.

Atravesamos el callejón para entrar en un edificio de largos pasillos, con numerosas puertas a ambos lados, por el espacio entre puertas parecían tratarse de apartamentos. Y así era, al entrar por un estrecho pasillo que daba al baño a la derecha y luego a un salóncito desde donde se llegaba a un cuarto donde lo único grande era la cama.

―¿Es tuyo ¿ ―pregunté.

―No, es de un amigo ―y continuó― pero no preguntes.

Puso una canción, me tomó por la cintura y yo le tomé por los hombros y comenzamos a bailar al lento ritmo de una canción. Nunca la olvidaré, Reunited de Peaches and Herb. Poco a poco fuimos acercando nuestros cuerpos hasta abrazarnos con fuerza, su boca buscó la mía que le correspondió lengua contra lengua. Ya sonaba otra canción cuando me tomó suavemente de la mano y fuimos al diminuto cuarto. Me volvió a poner frente a él y sus manos me soltaron el moño con agilidad. La misma que desabrochó los botones de mi blusa, soltó el sostén, abrió la cremallera de mi falda, me quitó las medias con inusitada delicadeza, me quitó las bragas. Cuando me hubo desnudado por completo y mi excitación ya era notable, me volvió a tomar por la cintura y me atrajo hacía el, me volvió a buscar la boca, y sus manos se deslizaron por la espalda hasta las nalgas que respondieron con un estremecimiento que fue decididamente orgásmico cuando sus manos, desde de mis plenas nalgas se deslizaron hacia los costados. Mi desconocido notó mi orgasmo, fue el primero que experimente sin penetración o sin mastúrbame, solo con caricias, besos y abrazos. Me abrazó aún más fuerte y esperó que mis jadeos y suspiros decrecieran para hacerme sentar en la cama con los pies en el suelo y hacerme recostar. Me separó las piernas y antes de que pudiera ni siquiera imaginarme nada me había dejado un beso en el clítoris al que siguió otro y los rápidos y precisos movimientos de su lengua, cálida y húmeda que se intercalaban con besos y suaves masajes con los labios. Fue tal mi pérdida de consciencia, en mi concentración, en mi obcecación por el placer, que ni siquiera me di cuenta de que se iba desnudando, y dejando caer la ropa al suelo, en el mismo montón que la mía. No tuve un orgasmo, tuve varios, uno detrás de otro, continuos, con escasos segundos entre un clímax y otro. Y el desconocido aplicado en mi clítoris que yo notaba estallar, como si de un profesional se tratara, porque nunca nadie me había hecho gozar tanto con un cunnilingus. Antes ya me lo habían comido pero nunca como estaba esta vez y tuvieron que pasar años para que otra persona lograra lo mismo, hasta mi dulce Luciana nunca nadie me había dado tanto placer como esa noche con mi desconocido.

Me hizo colocar centrada sobre la cama y fue subiendo mientras me besaba, desde el clítoris a mi boca, con múltiples paradas en el vientre, en mis tetas plenas y duras con los pezones apuntando al techo, duros como el granito. Y se puso sobre mí, y me la metió, y se comenzó a mover, con delicadeza primero, pero luego ya con esa fuerza, esa potencia, ese ritmo y esa profundidad que tanto me gusta, especialmente desde entonces. Mi vagina ya lubricada con las corridas anteriores volvió a reaccionar para darme más placer. A mí y a mí desconocido también, que le noté disfrutando tanto como yo. Por un momento temí que finalizará con rapidez, pero vi que se controlaba y me relajé y me volví a dejar llevar. Y pronto el placer volvió a adueñarse de mi cuerpo, tanto que mis gemidos ya eran incontrolables. Si los orgasmos se sucedían sin solución de continuidad en el cunnilingus, ahora eran mayores y con más frecuencia, más intensos, más placenteros. Estaba disfrutando de aquel encuentro con aquel desconocido. De pronto, pasó su brazo bajo mi cuerpo, se arrodilló, me izó y me colocó a horcajadas sobre él, abrazándonos fuerte, apretándome las nalgas, comiéndome la boca. El placer se intensificó y noté como mis muslos se humedecían con los fluidos que empapaban sus muslos. Mis gemidos eran cada vez más intensos, más sentidos, más guturales. Creo que nos corrimos juntos porque al tener mi postrero orgasmo me abracé aún más fuerte y noté como su cuerpo se tensaba en la eyaculación. Luego nos quedamos besándonos. Pocos besos tuve con tanta ternura como aquellos en mucho tiempo.

Me dejé caer y me tumbé boca abajo bajo la cama, mi desconocido se acomodó a mi lado y comenzó a acariciarme la espalda con la yema de los dedos. Mi piel respondió erizándose y haciéndome cosquillas.

―¡Para! ―le dije―me haces cosquillas.

―¿Entonces no quieres que siga?

―No ―pero me rendí, porque no había dejado de acariciarme, había dejado mis hombros para recorriendo mi columna vertebral llegar a la parte baja de la espalda y cruzando esa línea imaginaria notaba como los cinco dedos de su mano acariciaban mis nalgas― sigue así por favor, así de suave y de despacito.

―Déjate llevar ―me dijo.

Y me dejé llevar, y sus manos recorrían mi piel, hacían rápidas carreras y se paraban en círculos interminables, y mi piel se erizaba, y en mi entrepierna se iba acumulando placer y deseo.

―Me matas ―le susurré.

―¿No te gusta?

―Me gusta demasiado ―y es verdad, esas caricias me encantan, no solo porque me excitan y me dan placer sexual, dependiendo la parte del cuerpo que reciba esas caricias puedo relajarme hasta límites insospechados, eso lo aprendí con mi desconocido.

No sé cuánto llevábamos así, cuantas veces sus dedos habían recorrido mi espalda, mis nalgas, mi cuello, mi nuca, mi cabeza, mis muslos y habían penetrado entre ellos rozándome levemente la vulva, algo que me hacía estremecer de puro gusto. Me giré hacia él, me abracé, le busqué otra vez la boca y su mano en entre mis nalgas separaban los labios exteriores de la vulva y buscaban su interior. Me dejé caer de espaldas y separando las piernas me ofrecí a su mano. Creí ingenua de mí que, no era un jovencito, le costaba llegar al segundo polvo. E hice bien, sus manos lograron sacar más orgasmos que con la penetración, algo que hasta entonces era la primera vez que me sucedía. La agilidad y al mismo tiempo firme delicadeza de sus manos me provocaban un placer que brotaba entre oleadas desde mi húmeda entrepierna. Mi desconocido mostraba una maestría pocas veces imaginable, tanto que pensé que era un profesional del sexo para mujeres. Así que se lo pregunté, entre gemido y gemido ―¿Dónde has aprendido a hacer esto?

―En ningún lugar, es algo que no se aprende, solo es cuestión de dejarte llevar y hacer lo que tu me pidas, aunque no te des cuenta.

―¿Te gusto? ―le pregunté con los ojos vidriosos por el orgasmo y la voz ahogada por los jadeos.

―Me encantas.

Y me corrí, intensamente, con ruido, entre gemidos, jadeos y lo que parecía ser un llanto de placer. Nunca me había pasado.

Pero no le di tiempo a más, le hice tumbarse, se coloqué sobre él y queriendo cabalgarle me hizo cabalgar. Me tomó por la cintura, y con delicadeza pero con la firmeza necesaria me hizo subir y bajar, me marcó el ritmo y los movimientos porque me enseñó a rotar la cadera. Fue un polvo con pasión, no era solo búsqueda del placer propio, era también la búsqueda del placer de mi desconocido, de la entrega. Me moví sudorosa entre gemidos, jadeos, quejidos de placer, hasta derrumbarme a su lado en una corrida interminable, pero una corrida solitaria, mi desconocido no había gastado su disparo. Por eso, porque me di cuenta de ello, levanté el culo ofreciéndole la grupa. No esperaba que me desvirgara el culo, no lo hizo pero no me hubiera importado. Casi que lo deseé. Solo le ofrecí un coño que casi imploraba que lo follaran. Le ofrecí que me gozara mientras le gozaba. Sin abrir la boca le suplique placer por placer. Se colocó detrás de mí, me tomó por la cintura y me penetró, con la misma delicadeza que la primera vez y con la misma fuerza, potencia, profundidad y ritmo. Parecía como si el cansancio físico que a mí me limitaba no le afectara. El me dirigía, y yo le acompañaba en los movimientos. Y volví a correrme, varias veces. Esa noche aprendí a dejar de contar los orgasmos, que vayan llegando. Y noté como se corría, y como su semen se desparramaba dentro de mí, noté su orgasmo, su rugido de triunfo, y me sentí feliz. Con una felicidad extraña porque esa noche no tendría continuación, pero también me sentí satisfecha.

Nos quedamos acostados entre besos, abrazos y caricias suaves en la espalda hasta que llegó la hora de irse y mientras nos preparábamos para irnos le pregunté  entre curiosa y maliciosa

―¿A quién se lo contarás?

―A nadie ―dijo con un gesto de indiferencia.

―¿A nadie nadie? ―insistí.

―A nadie, nunca nadie iba a creerme y además, recuerda que estoy casado.

―¿Serás capaz de guardar el secreto?

―Claro que sí, no tendré problemas para ello.

―¿Y qué harás? ―insistí picajosa pero divertida.

Y de la misma manera divertida y picara me respondió mirándome a los ojos antes de dejarme un beso en los labios ―La mejor manera de guardar un secreto es contarlo.

Salí antes que mi desconocido y siguiendo sus indicaciones, no quise que me acompañara, me fui al hotel. Al llegar al hotel me di un baño caliente para ayudarme a dormir porque pese al cansancio estaba tan excitada que no podía dormirme.

Al día siguiente, por la noche, después de cenar, fui al bar, no estabas y pregunté discretamente por ti mientras me pedía una bitter que tomé rápidamente. ―No suele venir siempre, solo muy de cuando en cuando―me dijo el barman― si quieres le digo que preguntaste por él cuando le vea ―Continuó mientras me servía el vaso. Le pedí que no lo hiciera, que no dijera nada.

Regresé al hotel y al pasar por recepción, la amable mujer del día anterior me preguntó sonriente ―¿A que es un bar muy agradable y tranquilo?

Sorprendida le respondí sinceramente― Si, me ha parecido muy agradable.

―Y tranquilo ―apostilló antes de continuar― nadie te va a molestar, no es un lugar de hombres pegajosos o babosos, yo voy mucho.

Esa frase me inquietó, me sentí celosa, pero solo un momento, mi desconocido ya me había advertido, estaba casado y sería solo esa vez, ni siquiera toda la noche, solo hasta que las estrellas lleguen a lo más alto. Lamenté no haberle preguntado su nombre.

A la mañana siguiente, mientras esperaba la llegada de mi tren, encontré un pequeño papel doblado en el bolsillo de mi chaqueta, una pequeña nota, con una dirección de correo, una frase manuscrita “Nunca nadie me creería” y debajo su firma. Puede que nadie le crea, pero yo sé que es cierto, yo si te creo, que no lo soñé, que viví que te conocí.

Q.

 

 

Cartas de Q

Q es un amiga que nos cuenta su ajetreada vida sexual en forma de cartas, periódicamente nos envía una para darnos a conocer su intensa vida sexual. Discreta como pocas, es una mujer que disfruta del sexo intensamente practicándolo de forma entregada y libre.

Dispone de un amplía lista de compañeros de juegos y también de compañeras. Desde sus sobrinos, tío, vecino, amigas, hijos de sus amigas, en definitiva, cualquiera que sea capaz de cumplir sus exigencias sexuales.

Van dispuestas según se han ido recibiendo, la más antigua arriba y la más moderna al final, aunque cronológicamente no sigan el orden establecido.

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